Asesinato, narrativa y responsabilidad: Manzo y la verdad que urge
Por: Alejandro García Rueda
Este sábado, en pleno evento público del Día de Muertos en Uruapan, se apagó la vida de Carlos Alberto Manzo Rodríguez. El alcalde independiente que había alzado la voz contra el crimen organizado fue víctima de disparos que resonaron más allá del municipio: detonaron una crisis de credibilidad, un remezón político y una narrativa que ahora busca apuntalar culpables antes de tener certezas.
Desde el principio, la información se cargó de tensión: autoridades federales aseguraron que Manzo contaba con protección desde diciembre del 2024, que había solicitado apoyo directo al gobierno de Sheinbaum, y que la agresión ocurrió ante decenas de ciudadanos, en un espacio de celebración. No obstante, antes de que existan investigaciones concluyentes, ya escuchamos un coro mediático que señala —sin matices— al poder ejecutivo federal como responsable. Es ahí donde la comunicación política se convierte en arma, no en clarificadora.
No es común que la presidencia sea el blanco inmediato de la culpa mediática, pero ocurre cuando el negocio de la narrativa —y no la gestión— se convierte en prioridad. Sí, la presidenta Sheinbaum tiene responsabilidades inherentes al cargo de jefe del Ejecutivo: coordinar, supervisar los instrumentos de seguridad, garantizar que el Estado funcione. Pero la equivalencia automática entre “un funcionario es asesinado” y “la mandataria es criminalmente responsable” es una simplificación peligrosa.
Hay un deber de investigación, un deber de transparencia – y, aún más básico, un deber de espera. Las acusaciones anticipadas desvían la atención del problema de fondo: la crisis de seguridad que se gestó mucho antes y bajo otro régimen.
Porque, y aquí radica la clave, el clima de violencia que vivimos no nació ayer. Proviene de una estrategia militarizada que se impuso desde sexenios anteriores —una “guerra” que dejó un saldo de miles de muertos, desapariciones forzadas, abusos y “daños colaterales”.
La presidenta Sheinbaum ha asumido que esa ruta no funcionó y ha propuesto otra: justicia, no solo balas; fortalecimiento institucional, no solo despliegues; reconstrucción de confianza, no solo espectáculo de fuerza. En este sentido, responsabilizarla sin distinguir entre legado institucional, errores ajenos y decisiones propias es colocarla —y a su gobierno— en un papel que está lejos de ser el origen del problema central y mucho más cercano al trabajo de reconstrucción.
El dolor de Uruapan no debe usarse como herramienta de manipulación. Lamentamos la muerte de Manzo y también debemos lamentar que su asesinato sea aprovechado para fabricar nuevas narrativas de culpabilidad instantánea. Un país herido pide justicia, no venganzas simbólicas.
Hay que observar más allá del titular, preguntar antes de asumir, desenmascarar el ángulo antes de darle retuit. Porque hay un riesgo real cuando la audiencia es teledirigida: que empiece a creer que culpar es equivalente a solucionar, cuando en realidad es lo opuesto. La acusación fácil reemplaza el análisis profundo. Y el signo de salud democrática no es cuántos culpables encontramos, sino cuántas causas rompimos.
La presidenta, pues, debe ser evaluada —claro que sí—, pero no puede ir sobre ella la sobre aceleración acusatoria. Su grado de responsabilidad como máxima autoridad federal es alto en términos de rectoría del Estado, pero no debe convertirse en «chivo expiatorio» de un sistema de seguridad que se dejó erosionar por décadas. Si se pretende que su gobierno rinda cuentas, que lo haga desde hechos, investigaciones transparentes, avances tangibles. No desde linchamientos mediáticos que rehúyen la autocrítica colectiva.
Y el grueso de la ciudadanía también tiene un papel. No basta manifestarse contra los homicidios; hay que demandar que los medios dejen de convertir tragedias en titulares efímeros. No basta buscar culpables; hay que construir instituciones. Porque cada ciudadano herido —cada madre de Uruapan, cada padre que perdió a un hijo, cada habitante que siente que el Estado no lo protege— sufre no solo por lo que pasa, sino por lo que «parece» que pasa.
Y es aquí donde la pinza cierra. Los opositores han encontrado en esta tragedia una oportunidad política, no un motivo de reflexión. Utilizan la muerte de un servidor público como arma retórica, buscando capitalizar el dolor ajeno para debilitar al gobierno federal y recuperar presencia en el tablero nacional. Con calculada frialdad, transforman la indignación en combustible electoral. Es una estrategia conocida: cuando faltan propuestas, se fabrican culpables.
Pero esa narrativa se agota rápido. Porque el pueblo mexicano —el mismo que ha aprendido a desconfiar de la manipulación mediática— distingue entre responsabilidad y oportunismo, entre liderazgo y ventriloquia política. Si algo demuestra este episodio, es que la sociedad no quiere más escándalos prefabricados, sino soluciones reales. La presidenta no debe distraerse en la defensa personal, sino seguir avanzando en la tarea más compleja y más urgente: reconstruir el sentido de justicia, esa palabra que —como Uruapan— viene del purépecha y significa “lugar donde florecen los árboles”.
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