“El Grande Americano” y el pequeño problema del PAN
Por: Alejandro García Rueda
En la industria del entretenimiento —y también en la política— hay personajes que logran reinventarse, y otros que solo cambian de disfraz. Ludwig Kaiser, el luchador alemán al que la WWE convirtió en “El Grande Americano”, podría parecer un absurdo narrativo: un europeo que exalta los valores estadounidenses con una pasión desbordada por México… y que, para sorpresa de todos, funciona. Su interpretación no solo no provoca rechazo: genera fascinación, ironía y un tipo de carisma involuntario que el público termina por abrazar.
Con carisma, entrega y una sorprendente comprensión del público al que se enfrentaba, Kaiser transformó la burla en respeto, el odio en ovación. En cuestión de meses, lo que debía ser un castigo se volvió en uno de los fenómenos más curiosos de la WWE: un extranjero que conquistó corazones mexicanos hablando en su idioma y apelando a sus códigos culturales.
La idiosincrasia del público mexicano tiene un rasgo profundamente humano: valora el esfuerzo auténtico y premia la humildad con que alguien intenta comprenderlo. Por eso Kaiser, lejos de limitarse a repetir frases en inglés o a caricaturizar la mexicanidad, se dedicó a aprender español con modismos, a improvisar en el ring con referencias locales y a entender cómo funciona la pasión del público para transformarla en empatía. Lo que debía ser un personaje de burla terminó convertido en una especie de homenaje. Los mexicanos no vieron en él a un extranjero arrogante, sino a alguien que, con trabajo y respeto, se ganó un espacio en su propia narrativa emocional.
Y es que, a diferencia de otros públicos, el mexicano no tolera la impostura. Puede perdonar errores, pero no la falsedad. Por eso el caso de Kaiser se convirtió en una lección de comunicación cultural: el antagonista triunfa cuando se vuelve auténtico, cuando deja de interpretar un papel y empieza a construir un vínculo. El alemán que debía representar la soberbia terminó reflejando la perseverancia y el deseo de pertenencia. En el fondo, el público mexicano se vio a sí mismo en ese esfuerzo: en ese intento de ser parte sin renunciar a la identidad propia.
En contraste, el Partido Acción Nacional atraviesa un proceso que parece la antítesis de todo lo anterior. Para que una reinvención sea creíble, primero hay que reconciliarse con la propia identidad. El personaje de Kaiser tiene coherencia dentro del absurdo porque está construido desde la autoconciencia, desde el juego con el estereotipo. El PAN, en cambio, insiste en vender la idea de una “nueva era” mientras recicla los mismos rostros, las mismas estrategias y los mismos silencios ante los temas que lo hundieron.
El éxito de Kaiser radica en que comprendió el negocio más allá del ring: supo leer el alma de la audiencia. En lugar de imponer un personaje, construyó un puente simbólico entre el absurdo y la autenticidad. Ese gesto lo transformó de antagonista en favorito. Y en un país como México, donde la identidad es un terreno de orgullo y resistencia, esa capacidad de adaptación es premiada con aplausos, no con abucheos.
El PAN, en cambio, se enfrenta a una paradoja: intenta ser escuchado en un idioma que nunca aprendió. Habla de renovación sin cambiar sus códigos, apela a la juventud con portavoces que no comprenden su momento histórico y presume apertura desde una estructura cerrada. El público, el mismo que ovaciona a Kaiser por su esfuerzo real, no se deja seducir por quienes confunden “modernizar” con “maquillar”.
A Kaiser le funciona el papel porque su exageración tiene propósito: satiriza el nacionalismo que imita. El público entiende el guiño. Pero cuando el PAN intenta modernizar su imagen con discursos de inclusión, juventud o apertura, mientras mantiene las estructuras de poder intactas, el resultado es una parodia involuntaria. No hay guiño, solo simulacro.
En comunicación política, la credibilidad no se fabrica con videos en redes ni con nuevas paletas de color. Se construye con disonancia resuelta, con la capacidad de decir: “fuimos esto, aprendimos, y ahora somos esto otro”. Pero Acción Nacional no parece dispuesto a ese ejercicio de honestidad narrativa. Sigue hablando como si el electorado no tuviera memoria, como si bastara con un rebranding para borrar la percepción de elitismo y desconexión social.
El público del ring, al igual que el votante, detecta rápido la falsedad: no hay máscara que aguante un golpe de realidad. Kaiser puede interpretar al “Grande Americano” porque detrás del personaje hay disciplina, ironía y una comprensión clara del espectáculo. El PAN, en cambio, se ha convertido en un producto que no sabe quién es, que no se ríe de sí mismo y que pretende inspirar confianza repitiendo los mismos gestos que lo llevaron a perderla.
En el fondo, la diferencia es simple: Kaiser interpreta un personaje; el PAN se ha convertido en uno.
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